Mario Trejo
Foto: Poli Reiter
LABIOS LIBRES
Al cabo de las tierras y los días
de horarios y partidas y llegadas
y aeropuertos comidos por la niebla
enfermo de países y kilómetros
y rápidos hoteles compartidos
Luego de esperas
prisas
y rostros y paisajes diferentes
y seres encandilados por el olvido
o abiertamente besados por la vida
Después de aquella amada
y esa otra apenas entrevista
mujeres cogidas por mi soledad
y ahogadas por las bellas catástrofes
Luego de la violencia y el deseo
de comenzarlo todo nuevamente
y los errores
y los malentendidos cotidianos
y los hábitos torrenciales del trópico
y noches acariciadas por el alcohol
y tabaco fumado con tanta incertidumbre
Al cabo de un nombre que no me atrevo a decir
y de alguien que yo llamaba Irene
de cierta voz
cierta manera de clavar los ojos
al cabo de mi fe en el entendimiento de los hombres
y en el corazón de ciudades y pueblos
que nunca sabrán de mí
Luego de tanta tentativa de huirme o enfrentarme
y comprender que estoy solo
pero no estoy solo
al cabo de amores corroídos
y límites violados
y de la certidumbre de que toda la vida
no es más que los escombros
de otra que debió haber sido
Al cabo del hachazo irreparable del tiempo
sólo puedo blandir estas palabras
esta obstinación de años y distancias
que se llama poesía
Poética de la certidumbre inquieta
Además de esa cortina de humo legendario que no permite ubicar bien el nacimiento del poeta Mario Trejo (unos lo fechan hacia 1926, en Río Negro, Patagonia argentina; otros lo senialan dos anios después, en un barrio céntrico de Buenos Aires, cuando todavía era “La Reina del Plata” y, terceros hay, que dicen que su sitio natal fue Temuco, Chile, y en 1927, localidad donde briyaron Gabriela Mistral y Pablo Neruda - eya como maestra de colegio primario, y Neftalí Reyes, como oriundo mismo del yuvioso paisaje aquel (detaye de ubicación éste nada nimio y que haría que Trejo lo ocultara para no facilitar su propio eclipse ante aqueyos astros literarios, etc...)), lo cierto es que vive y ha vivido creativamente y eso es lo que tiene auténtica importancia.
Qué pensar de un hombre que confiesa, en una mesa redonda sobre el cine de Alain Resnais, en el Aula Magna de la Facultad de Medicina de Buenos Aires, hacia comienzos de los 60, que se había quedado dormido ante el fenómeno reflexivo que significaba la película “Hiroshima, mon amour”? Dos veces! No una vez, sino dos veces cayó dormido como un tronco! Y quien, sin resignarse a no saber el porqué, hizo un descomunal esfuerso para ver el film en una tercera jornada: pretendía detectar en qué momento “hacía síntoma” y se propuso rever esas escenas hipnóticas donde capitulaba estrepitosamente, y encontrarle algún vínculo con su propia vida?. Y lo logró! Y ayí estaba aquel lírico manifestándose analítico tan olímpico ante una bisonia audiencia boquiabierta!
Fue para nosotros – una camada de poetas mas que curiosos y diez anios menores que nuestros modelos: Edgar Bayley, Raúl Gustavo Aguirre, Francisco Urondo, Alberto Vanasco, Francisco Madariaga, Rodolfo Alonso y, un poquito mas adelante, Juanele Ortiz, Enrique Molina, Raúl González Tuñón, Luis Franco – como el cumplimiento de un rito: nos acercaríamos a las existencias de esos creadores como la manera contingente ( y creíamos que explícita! ) de saber de ellos y sus trabajos, alguna verdad. Mario Trejo era una de esas figuras paradigmáticas y una tentación viviente: la lengua y las lenguas, el Inconsciente, el surrealismo, la realidad vernácula, el lisérgico en grupo bajo control del gurú Fontana, el teatro de la crueldad y la crueldad del teatro, sus viajes alucinados, los auyantes paisajes revisitados, los insomnios pesados de sus campeones de la noche...Toda una saga de propuestas inquietas e inquietantes, de apertura hacia una palabra cargada de gestos singulares, sin yegar jamás a ser meta excluyente ni tachadura de la terrible cohersión que es el vivir ( y el infaltable y puntual amor aleteando como pálida ave que sólo dejaría hueyas en las arenas de los días, borradas después por las mareas de los anios... ).
Como lo describe Alberto Cousté en su prólogo a “El uso de la palabra” (Editorial Lumen, Barcelona, 1979): “ ...desde el comienzo asume una suerte de postura de reunión, conciliando en su obra y en su vida algunas de las mejores propuestas de ambos grupo( referencia a las dos corrientes literarias predominantes en la literatura argentina ), desdeñando el encasillamiento que llegó a enfrentarlos. Invencionista por el lenguaje y por la actitud neohumanista reflexiva y lúcida (...) Surrealista por el espíritu aventurero y vagabundo, y por su profunda vocación experimental, está no obstante en las antípodas en lo que se refiere al anarquismo mental, el acto gratuito, la provocación carnavalesca y el culto a la asociación libre como última ratio de lo poético”.
Acaba de recibir una invitación de su amigo Bernardo Bertolucci: le pide que vaya a Venecia en estas fechas para participar en la entrega que le harán de un “León de Oro“, por su inmensa y rica trayectoria cinematográfica. EMETÉ, como le gusta autosignarse al poeta, y quien reside actualmente en Buenos Aires, ya está volando hacia aqueya convocatoria de cordial reconocimiento: fue co-guionista y actor en el primer film de Bertolucci, que será proyectado en ese homenaje. “En resumen: / mas vale ser cabeza de león / que cola de ratón”, como impecablemente lo dejó escrito.
Ya figuraba EMETÉ en nuestro proyecto para editar textos suyos: unos poemas inéditos que nos entregó en 1980, cuando habitaba en Bilbao, y que fueron impresos en plaqueta por “Ediciones del Rescate”, titulándolos "La pena capital”. Y dos trabajos últimos de corte periodístico, donde telegrafía con vehemencia controlada sobre aspectos que nos atraviesan: memorias y olvidos.
Vaya vibrante alegría que transmitimos por su presencia en estos fluidos donde derivan los poetas nómades!
Salud y poesía!
Poni Micharvegas
Madrid / 2M185NE
(antiguo 02.09.2007 dC)
Cuatro re/tratos de EMETÉ en el Café "Gijón" por Poni Micharvegas / Madrid
MONTRES ET HORLOGES
El centro era el Centro de la vida
Poderosos como campanarios, los timbres sonaban en todo el colegio. Los alumnos oficiábamos pequeñas ceremonias para simular un orden. Y por fin la salida, la escalera como una catarata nos volcaba sobre la calle Bolívar. En la orilla de enfrente, el pequeño café de vidrios empañados y maderas ennegrecidas. Aire de cuento de Onetti donde un señor de sombrero Stetson, facciones magdalenienses y saudades lisboetas, susurraba el nombre de Rafael Barret y su vida secreta. Pegado a este templete, Lajouane, donde unohurgaba entre títulos seguramente sugeridos por Amadeo Jacques. Y en la esquina norte, frente a San Ignacio, la monumental Librería del Colegio, que tenía todo lo que los catedráticos nos pedían. Porque nuestros profes no venían del Instituto del Profesorado; eran catedráticos universitarios. Esa diferencia nos marcará para toda la vida. Como los compañeros.
De pronto sonaba el Dios siniestro de Baudelaire; pero uno era muy tierno e ignoraba que lo siniestro era tan sólo un tañido municipal: el reloj imponente de un enigmático Concejo Deliberante que me empujaba más allá de una Plaza de Mayo que nunca me atrajo con sus feos edificios que no daban ni para una postal. Mi rumbo verdadero era la calle Florida, mi bazar de las sorpresas, la boca del Centro, mi Amazonas. Había que entrar por la London, un bastión en Perú y avenida de Mayo, dejando La Prensa a la derecha y, en la misma Rivadavia, al viejo Pedemonte que ofrecía el Pequeño Vasija con su mínima etiqueta pegada en 45º. Guiños de la discreción. Pasando la Nelson y la peinadita Diagonal Norte, el Bank of Boston y el claro monumento a Sáenz Peña, que preanunciaba las plazas duras. La primera estación era el Boston, colosal bar pariente de las 3 Richmond: Suipacha. Esmeralda y Florida Allí, en el Boston tenía a mi disposición bowling, snooker, pool y billar europeo en todas sus versiones. Y luego salir y enfrente esperaba la Galería Güemes con sus locas tentaciones, desde las revistas verdes o picarescas– nuestro burlesque – pero con suripantas menos lanzadas que las del Bataclán, que eran más para la noche, con recalada en el Texas, parada y fonda de los marineros nórdicos que escribieron con Raúl González Tuñon sus mejores poemas.
Pero la Galería Güemes acechaba también con sus secretos pisitos amoblados que aguantaban a Guillén --Nicolás, el malo, según Neruda en los 70, et pour cause---. Pero en ese entonces eran camaradas y amigos bajo la sombra de la pipa de Stalin. Tempus fugit. Y allí fuimos una mañana con María Elena Walsh y aguantamos la lenta ceremonia del despertar otárico asistidos amorosamente por la Hormiga (Delia del Carril, cuñada de Ricardo Güiraldes), hasta que el vate, con esos párpados caídos de ángel en perpetua siesta firmó libros, quedó prendido de María Elena y nos declaró sus ahijaditos. (Cfr.Cuadernos de Crisis).
Y otra vez al Bazar: ediciones económicas de Faulkner que nadie compraba, axolotles, diccionarios de la rima, pizarras de La Nación y corros que comentaban la guerra perpetua y ya habíamos pasado el Gran Cine Florida y sus peculiaridades: butacas que se extendían en el sentido de la calle, su empresario Humberto Cairo y un monumental órgano que amenizaba con un tema inolvidable: En un bazar Persa. Pero es imposible olvidarse de Casa Tow y de Gath&Chaves, con sus edificios gemelos comunicados por un pasaje que ofrecía todos los quesos del mundo y un salón de té que a las cinco en punto de la tarde regalaba a Perez Prado y su Mambo Nº 5 con trompetas que venían de Jimmy Lunceford: todo para señoras que con una mano cogían con celo el asa y con la otra contenían al diablo en el cuerpo. En el Paulista de enfrente, sin mambo, la calidad era suprema y el precio menor. Al atardecer uno podía subir a la confitería Adlon (tributo a Berlín) y escuchar a Hamilton—Varela, con el mejor team de saxos que haya producido la cultura nacional. Sí señores. Y luego elegir entre los libros del Ateneo y el cine Novedades, dedicado a documentales, Tom y Jerry y noticieros de guerra, incluidos los alemanes. Pero no había que salir de Florida pues el centro todo acechaba con sus trampas: el hotel Jousten y el London Grill y aquella desde cuyo piso l6 podías espiar las costas orientales con un clarito en la mano, los anticuarios y las librerías de viejo, los populares restoranes rusos y ese bar alemán en la calle 25 de Mayo del que uno sólo puede olvidar el nombre, y Warrington y Perramus y los baños Colmegna y el Maipo con Sofía Bozán y Spinetto con sus frascos de Madreselva y sus camisas que sólo podía ofrecer Spinelli, junto con sus trajes a medida y sus chales de alpaca , y más allá el Yapeyú de Corrientes y Maipú, que iniciaba la ruta de mejillones a 10, almejas a 20 y ostras a 30 centavos (sic, precios de Playa Grande). También, como quien no quiere la cosa, por Reconquista había El Pulpo con flashes de David Cooper, Lidi Prati y Friedrich Gulda que amaba Buenos Aires desde sus 19 años, descubría a Igor (hijo de David) Oistrach y se había casado con una Loeb argentina que llegó a ser algo más que alguien en las tablas de Viena, y a la vuelta la inolvidable Escalerita, toda importada de España.
Y, orillas del olvido, convoquemos al Odeón con los más más de nuestro teatro junto con los Sakharof –Clotilde y Alexander-- ,La Table Verte del ballet Kurt Joos, el estreno mundial de Cuando se es alguien con Pirandello en la platea y los Seis Personajes con Vittorio Gassman en escena y en esa valse raveliana bailaban todos juntos: Jean-Louis Barrault,Les Frères Jacques, Pepe Arias en Ovidio, Enrique Villegas e tanti tanti di quelli monstres sacrés. Pero a fines del siglo XX llegó de Entre Ríos un grosero intendente y procedió a una parcial demolición del país, que sumó al Odeón la confitería Cabildo –donde se pegó un balazo Richard Lavalle—justo en esa esquina donde Jorge Newbery amainaba guapos y otros soñaban con la pinta de Carlos Gardel.
Ahora estoy en Corrientes, atrás quedan casa Rosenthal con Ludovico – el primer nacional que curtió divanes vieneses y además tradujo a Segismundo-- , La Piedad, Ciudad de México, Ciudad de Bruselas, Las Filipinas, las sederias de Suipacha y Monseñor de Andrea. Todo entre cardúmenes de Omega, Tissot,Girard Perregaux, Movado, Ulysse Nardin que también conmovían a Bola de Nieve en los negocios junto al Maipo. Y los Mido submarinos, que jamás volví a ver, qué se fizieron? Un paso más y ya entraba en Florida la Grande, la que llevaba a la Torre de los Ingleses, el Dios siniestro de Baudelaire que nos pide con Horacio no olvidar que el tiempo pasa pasa. Pero un amigo me recuerda que el tiempo es una paciencia, largamente presentida. Y elástica. Por eso, seguramente, he podido llegar hasta aquí.
Mario Trejo
HACIA EL CORAZÓN DE LA NIÑEZ
Allí, en la mismísima esquina de Florida y Corrientes, había que ser cauto antes de que tus zapatos de Tonsa o Grimoldi (la casa del ½ punto) y tus medias Carlitos bajaran del cordón de la vereda decididos a cruzar el proceloso Mar Rojo de colectivos que venían de no se sabe dónde pero sí que de muy lejos (para nosotros, los del centro).
Si miraba a mi izquierda –y ya Corrientes había dejado de ser angosta—se recién alzaba un obelisco municipal, que contra todo pronóstico terminó en el Obelisco, monumento abrupto y fuera de quicio que terminó por sernos útil y que tanto podía echar su sombra sobre el Mono Relojero del Trust Joyero como indicarnos que detrás del generoso Mercado Municipal discurría la calle de las Carabelas donde un sábado a mediodía Juan Carlos Lamadrid me batió “Pibe, hoy comemos con el Malevo Muñoz”. Silencio con calderón. Se apagó la voz de Horacio Motto, que me estaba aleccionando sobre el Gorgonzola y el culatello. Alberto Vanasco había sido el primero en hablarme de La crencha engrasada con su laburo turbio y su jotraba chorede. Y remataba con Tras cartón está la muerte. Y así fue nomás. Carlos de la Púa se fue a la semana.
Era un enclave muy denso. Hasta ahí bajaban, desde Crítica, Arlt, Nalé Roxlo y Borges y Ulises Petit de Murat y otras fieras que Natalio Botana (El Uruguayo, según la novela de su nieto Copi) logró adiestrar, sabiendo cuáles eran los boliches baratos. El cabildo de ese enjambre era el Ateneo (minga de Tortoni) con Francisco Petrone a la cabeza del cine nacional y los elencos del Cangallo y del Sarmiento y los que venían de filmar, agotados y eufóricos entre graves y profundas aspiraciones. Y por ahí solía caer Louis Jouvet, el Grande, el Único, que en el teatro Ateneo, a dos pasos apenas, te llevaba a la gloria con la Ondine de Giraudoux encarnada por Madeleine Ozeray.
El Ateneo no se rindió nunca. Llegó a ser el centro de operaciones de Eli Cohen, el empleado de banco de Tel Aviv que la Mossad elevó a infiltrado en Egipto y terminó colgado en la Plaza de los Mártires de Damasco. Todo Israel vio la ejecución.
Pero hay que volver atrás, atreverse y no dejarse tentar por El Nacional (sic, hasta que cundió el neo-patriotismo) , tablas que supieron dominar las máscaras de Narciso Ibáñez Menta y los imbatibles glúteos de Nélida Roca. Vamos ciudadanos! Ya estamos! Adelante!!!
Instrucciones: Cruzar en diagonal Corrientes; donde termina el 500 hay un pequeño local: Fernando Iriberri. Casa de discos, editora de la revista Síncopa y Ritmo, formato pequeño con una foto que podía ser de Raúl Sánchez Reynoso, director de la Santa Paula Serenaders con Juan Carlos Torrontegui en la parte vocal que resultó ser con el tiempo Juan Carlos Thorry, cuñado de Olga Zubarry, primer desnudo en la historia del cine argentino, oblícuo homenaje a Hedy Lamarr, la europea de Éxtasis. Thorry no se detuvo ahí; luego de ser el servicial partenaire de Niní Marshall hizo nupcias con la mujer más bella que uno pueda imaginarse: Analía Gadé. (Quien tiene un hermano llamado Carlos Gorostiza: como sí la ETA hubiese tomado el poder).
Pero Síncopa y Ritmo también emitía discos. Sweet Georgia Brown comienza con un solo de alto de Dante Varela, imaginable sólo si se lo escucha.
Pero esto era el antipasto. Hollando la calle Florida, mano derecha, estaba la vera Casa Iriberri, que como la Breyer vendía instrumentos y todos los discos del mundo. Ahí compré el cuarteto para cuerdas de Maurice Ravel. Eran cuatro discos de 78rpm del cuarteto Lerner (todos pasaban por el Colón, y ruego a Dios que no reaparezcan maestros paranaenses para repetir la hazaña demoledora del Odeón).
Sobre la acera de los pares surgía la monumental bombonería Minetti, con tan atractivas vendedoras que una terminó por llevar al altar a un escritor argentino con quien curtí una amistad de toda la vida.
Crucemos otra vez. Rhoder’s era una sabia mezcla de diseño venido de la Bauhaus pasado por Nueva York y glorioso de paños ingleses, de esos que cuando eres jovencito y vuelves cargado y con culpa te echas en la cama y a la mañana vas al Nacional tal cual. Ni una arruga. Una de esas piezas puro Manchester me duró tantos años que me da vergüenza decirlo. Esto es un paseo por una exposición; honor al mérito: el sublime maestro que concebía éstos trajes y los llevaba a término, se llamaba Módica, el maestro Módica.
En frente, en la esquina de Lavalle se levantaba Amyeiro. ¿Cuál era su seducción? Era un Rhoder’s con menos protocolo, paños buenísimos, con un trámite de pruebas para la medida rápido y eficaz, y un vendedor pintón pero no intimidante, que a lo sumo me llevaría unos diez años. Qué cortesía! ¿Cómo se llamaba ese país? Recuerdo a este vendedor como a un amigo. Campos, se llamaba.
En la esquina estamos en
Óptica barata, bien atendida?
Di Sí, Lavalle esquina Florida.
En diagonal acechaba la eterna James Smart, dónde Enrique Villegas y su Vacheron Constantin entraban para llevarse un frasco de Royal Ambrée.
Y por ahí enfrentaba a una farmacia que no llegaba a ser la Franco Inglesa, la mejor del mundo, de la calle Sarmiento, pero tenía ese aire de las Nelson.
Y ahora vienen dos platos fuertes: la librería Viau & Zona, que además editaba volúmenes preciosos que me recuerdan que el tiempo, los viajes y las mudanzas todo lo destruyen. Yo alcancé a ser el feliz propietario de los poemas de Mallarmé, Rimbaud y toda esa familia que hizo tanto por algunos de nuestros mejores escritores. No eran pocket books. Tamaño y peso respetables. Local silencioso, pocas piezas en exhibición. Atención ad usum poetarum.
Y por fin llegamos a Mappin&Webb por donde pasó en vuelo rasante la Primera Dama apenas empezada su película. Todo esto adornado con claustros de la Sociedad Rural y con un Jockey Club que ya fue y cuyo incendio fue pretexto para una novela donde se me agradece algo. Tengo que volver a leerla.
A la vuelta el Claridge, que fungió alguna vez de búnker de Bobby Fisher con sus Playboys desparramados por doquier, como dirían los agentes de la Lengua Madre.
Por Viamonte se podía llegar a la Maison Dorée, desde donde alzo su vuelo Luisito Aguilé. En las galerías Pacífico, sucedía el Bohemien Club con Lalo Schifrin, Jorge López Ruiz y Roberto Pansera haciendo bop en su doble AA. Happenings que inventó Vanasco allá por 1948.
Harrod’s me recuerda al enano vestido de bellboy onda Philip Morris que cantó Carlos Drummond de Andrade y a una foto en la puerta con mi madre, mi hermana y un señor francés, aviador y con Saint Exupéry uno de los fundadores de las líneas comerciales argentinas. Se llamaba Jean Mermoz. Su libro Mis vuelos sobre el Atlántico lleva prólogo del entrerriano Joseph Kessel, el de Belle de jour. Fue ahí que la familia levantó la cabeza hacia el Graf Zeppelin, bellísimo dirigible al que llamábamos con soltura el Zeppelin. Luego entrábamos a la farmacia Brancato para comprar la sublime gomina, la que Céline llamaba la gomine argentine.
Y ya pasando Warrington y Les Bebes con sus cajas en negro y amarillo, y antes de llegar a Nordiska, muebles suecos en la esquina de Charcas, se escondía el lugar más secreto, chic y mejor diseñado que Dios pudo concebir: En Ville. Trajes cruzados de franela gris con un clavel en el ojal. Mujeres de pura seda. Sólo quedaba la Torre de los Ingleses. Persisten. Siempre algo persiste. Qué más?
Mario Trejo