Juanele ORTIZ - "Arte e Cultura: Poesia, Romanzo, Scrittura, Musica e Teatro"

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Juanele ORTIZ

LA POESIA EN ESTADO DE LATENCIA
 
Hace 30 años, un 2 de septiembre de 1978, nos dejaba Juan Laurentino Ortiz, una de las voces más originales de la poesía argentina. Este dossier pretende ser un humilde homenaje a alguien que entendía que la vida de un poeta debía ser tan auténtica como él pretendía que sea su poesía.


El poeta escribe / Paraná / Circa 1973

JUANELE ORTIZ:
melodioso río de amor que no sesa…

Quién busca, duda. Pero el genio dice de una manera franca y certera lo que ve desarrollarse dentro de sí mismo, porque no es captado por la representación de lo que ve, y, por consiguiente, tampoco ésta es cautiva del genio. Al contrario, parecen concordar libremente su
contemplación y lo contemplado, uniéndose desembarazadamente para una obra.
                                                                                      (Novalis, de “ Fragmentos “)

Por Poni Micharvegas (desde Madrid) (*)

No se si el entraniable Juanele conosería estas palabras de Novalis, pero de haberlo hecho, se hubiera alegrado y muy mucho de que esta nota encabesara un comentario humilde sobre su vida.  Juanele: poeta argentino y universal de lírica tan armónica y espléndida, magistralmente modesta y yena de matises, distante del vano ruido multitudinario y próxima al murmuyo fluyente de los ríos del canto, de la afable ternura, del respeto extremo por todo lo viviente y humano.

En los anios 60, los jóvenes poetas portenios entre los que me encontraba, teníamos una inquietud común y sugestivamente insólita: además del sentimiento por la poesía perdurable ( esa que no terminaría anquilosada convirtiéndose  en literatura ), alimentábamos la necesidad de conocer personalmente – de ser posible -, a los grandes poetas guías y coetáneos.

Se nos antojaban como peses fabulosos nadando en mares insiertos o incomprendidos eséntricos, cuando no personalisaban todo lo contrario: vidas serenas, existencias amortiguadas o buseadores silentes e infatigables de sueños singulares y colectivos.

Estos contactos directos resultaban aventuras muy estimulantes.
Recuerdo vivamente la emosión que nos produjo un encuentro de este tipo con Gianni Siccardi, José Peroni, Néstor Sánchez, yo mismo y nuestra compañeras, cuando pudimos sitar para intimar con Edgar Bayley y Francisco Madariaga, sólo unos anios mayores que nosotros, en una reunión en casa del autor de “Travesía” y su cumpa Flora Dabah. O el júbilo que transmitía Rodolfo Alonso cuando fue anfitrión en Buenos Aires de Giuseppe Ungaretti o la ves que viajó a Rio de Janeiro para saludar a Carlos Drummond de Andrade: en una de las amplísimas plantas del Ministerio en el que el itabarenio trabajaba como funcionario, le señalaron: “ Drummond es el del quinto escritorio de la izquierda…”. O las emosiones y palabras encontradas que le arrancaron a Miguel Menassa las charlas directas que sostuvo en Milán con Eugenio Montale y Alberto Moravia. O, sin ir tan lejos, cómo Paco Urondo organisaba una tertulia semanal  por la tardenoche si mal no recuerdo, en el domisilio del ya ansiano, enfermo pero superlúsido, Oliverio Girondo. O el imborrable impacto que le causó conoser en Brasil a Joâo Cabral de Melo Neto al entonses joven poeta y escritor inédito, Raúl “Cacho” Santana.
Podría sitar sientos de casos mas…Era una característica notable de aqueyas décadas. Qué procurábamos?

Aqueyos poetas mayores eran los mascarones de proa de la travesía poética inmediata. Los que se “ pasaban de mano en mano” – como lo fraguó Mario Trejo – “la gran bola de fuego”. Los inscriptos, los éditos, los ” leídos  a la luz de la lámpara o  a la luz del napalm”  ( Raúl Gustavo Aguirre ), los re/sitados, los dichos, los ejemplares, los que tenían ya para si un camino inaugural y sólo podían senialarnos cómo no haserlo ni repetirlo: otras búsquedas.

Esa caracterítsca rayana en lo inisiático, me yevó hacia 1960 – por invitación del fraternal poeta Alberto Cousté -, a conocer personalmente, en un caserón del barrio de san Telmo donde vivían Paco Urondo y la actriz Zulema Katz, al ya legendario y mítico Juanele. Su poesía venía presedida de un aura mágica. No sólo era el autor de sus libros ( que traía a Buenos Aires para dejarles sólo en algunas deteminadas librerías…), sino su diseniador y su editor. Además, su persona venía presedida por una muletiya infaltable: “ Todo en Juanele es largo, largísimo!”.
Su boquiya? Larga, larguísima. Su mate puntual y su bombiya de oro y plata? Larga, larguísima. El fino hilo de humo de tabaco que escapaba por sus labios? Largo, larguísimo.
Su charla atractiva, pausada, elíptica, memoriosa? Larga, larguísima…
Era un estilo. Un deshilvanarse sin ansiedades, sin angustias ni tragedias.

Nació en 1896, en Puerto Ruiz, provinsia litoralenia de Entre Ríos – significada así por los meandros de cursos de aguas que bajan de las selvas misioneras y amasónicas rumbo a los deltas que conformarán el inmenso estuario del Río de la Plata. De ayí, quisás
de ayí, su esencia de hombre arruyante y personalidad fluída. Por rasón de esos ámbitos húmedos y verdes, tal ves,  su expresión proficua, temblorosa, variable, evanescente. Fayeció en 1978, en Paraná, principal ciudad costera de la misma provinsia natal. Pasó su juventud en Gualeguay y trabajó como empleado en oficinas del Registro Civil. Y aunque incursionó, hacia los anios 20, en la vida literaria y artística bonaerense, ese imán metropolitano jamás  le atrajo lo suficiente como para satelisarlo entre las vidas bohemias.

En 1957, invitado por Mao Tse Tung, el Gran Timonel y también eminente poeta, viaja  a la República Popular China y estos eran los temas de los que trataba fasinando en aqueya reunión con sus entusiastas seguidores jóvenes: una testimonio pulcro de recuerdos imborrables.

” En Juanele Ortiz se aúnan el hombre de soledad y el hombre de comunión, una conciencia de su tiempo y a la vez el lírico esencial, el registro del mundo desde la circunstancia regional, un ser vigorosamente adherido a la naturaleza y el explorador de los absoluto”, como le describe presisa Edelweis Serra, estudiosa de la obra ortisiana y una de sus selectivas
y rigurosas antólogas.

En 1969, antes de haser nuestro primer viaje a Europa y como en una improrrogable peregrinación, le visitamos en su casa de Paraná. Ayí, en esa sosegada residencia humilde, resibimos del poeta y su compañera Gerarda, la atenta cordialidad delicada que les distinguió. Como hasía con todo aquel que le visitara, caminamos pausadamente hasta las barrancas que dan al maraviyoso río. Sentados en el piso y bajo sombras de árboles charlamos mansamente de un inasible todo, porque cualquier cuestión  o tema  que trataras con Juanele, se convertía en un Todo.

”Zí, zí,  Micharvegaz: la terrible enfermedá que lez aqueja a ustedes, poetaz de ziudá,
ez el peligrozo zinizmo que loz acoza…”, seseaba sin pontificar.
Otro río invisible transcurría entonses lúsido, como una parábola ardiente, entre su pecho y mi pecho. Algo cordial que abarcaba  al sujeto sufriente, a la efímera vida y al universo dialéctico.

En 1973, le ví por última ves. Con la bailarina Martha Sigal y el cantautor Barba Mayo, Lito Benvenutti nos había programado un resital de poesía, canto y dansa en Santa Fé, ciudad separada por el Padre Río de  “la Paraná de Juanele”. Encontramos al maestro concentradísimo. Reescribía, cómo no! con una larga pluma y en un largo folio, algunos de sus poemas a instancias de Hugo Gola, poeta y amigo, quien luego los vendería a los admiradores y seguidores de Juanele, para apuntalar la precaria situación económica de los Ortiz. Delgadísimo, esquisito en todos sus actos y gestos, trabajaba en soledad. Era comoi un luthier de las palabras: una paciencia productiva, una preclaridad empecinada.

En los 70, resibió el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores ( SADE ), pero “ no fueron precisamente los premios, los honores, las posiciones privilegiadas los signos de la vida y la obra de Juanele, sino la ascesis austera de una consagración desnuda al magisterio de la poesía y una vocación desasida y absolutamente desinteresada al decir poético”, como bien apunta la crítica ya citada en la antología que realisó para Coquena Ediciones, Rosario, Santa Fe, en 1982.

Escogí tres poemas de Juanele que me acompanian desde hace mucho tiempo. Yevan su impronta en varios sentidos: aqueya tipografía pequenia con los que los autoeditaba y, principalmente, su expresión honda y fluyente, los indisios de un sentimiento del mundo que aún hoy nos auxilian y disen de cómo aspira el hombre a una justicia que ennoblece y preserva vida y cosas.
 
(*) El autor nos pidió que se respete la ortografía fonetica de su escrito.

“LA MUERTE ES UN SIMPLE CAMBIO DE ESTADO”
Por Hugo Gola (*)
 
“La poesía se presenta como una forma de trascendencia de la propia vida y de la propia muerte, ya que sabemos que el hombre muere a cada instante y es, en cierto modo, resultado de ese enfrentamiento dialectico. El poema encarna esa dialectica: late y se contradice, se hace y se destruye a cada momento, es una creación perpetua, incesante, inclusive en tanto producto social, ya que el lector lo desarrolla, prolonga y recrea. La palabra quiere atrapar un instante eterno”. (Juan L. Ortiz)  
Con alguna frecuencia hablábamos con Juan L. sobre la muerte.  La conversación se iniciaba casi siempre con preguntas que yo le hacía.  Con 30 años menos que Juan, ese problema me inquietaba.  A él, en cambio, parecía tenerlo sin cuidado, como si ese asunto lo hubiera resuelto de una vez por todas.  Trataba, con mucha cortesía, de transmitirme serenidad.  Recuerdo ahora que su respuesta, con ligeras variantes, era siempre la misma: “La muerte es un simple cambio de estado”.  La lectura de los poetas y filósofos orientales, tan persistente a lo largo de su vida, probablemente lo habían conducido a esa conclusión.  Juan L. se hallaba muy distante de la angustia cristiana ante la muerte.  No lo desvelaban ni la perspectiva de un juicio final, en el que no creía, ni el “memento mori” medieval.  Aunque imbuido de la tradición occidental, cuyas premisas conocía al detalle, su corazón estaba puesto en el Oriente.  Siempre estuvo más cerca de Buda que de Cristo, y en particular de Lao Tsé, aunque no desdeñaba las enseñanzas de Confucio, ni las del budismo zen. Su sensibilidad ante el sufrimiento universal tal vez haya sido anterior a todas aquellas lecturas.  Quizá éstas sólo alimentaron un sentimiento que venía desde su infancia.  La hermandad con todo lo creado, seres humanos, animales, árboles, y aun el mundo inanimado, seguramente fue estimulada por el pensamiento oriental, pero existían en él como una peculiaridad de su carácter.  Su poesía siempre estuvo atenta al dolor y al padecimiento de todo lo viviente.    
Un amigo me contó alguna vez cómo fueron los momentos finales de la vida de Juan.  Era el año 1978.  Argentina estaba gobernada por una Junta Militar, sanguinaria y cruel.  Muchos de sus amigos más próximos estaban exiliados.  Algunos habían muerto, otros estaban en las cárceles.  Juan L. vivió esos años más aislado que nunca.  Su situación económica era muy precaria y su salud, desde hacía algún tiempo, iba deteriorándose.  Padecía de un enfisema pulmonar, el mal de los fumadores empedernidos, como era Juan L.  Debo decir que él no aceptaba pasivamente esa dependencia.  Intentó diversas estrategias para reducir el daño del tabaco, aunque con escasos resultados.  Él mismo se construyó una boquilla muy larga, con cañas de india delgadas, acopladas unas a otras, de modo de aumentar el recorrido del humo, desde el cigarrillo a los labios, para que al enfriarse causara menos perjuicios. Otra de las estrategias consistía en armar sus propios cigarrillos, delgados también, con poco tabaco, para poder insertarlos en su boquilla. Fumar uno de estos cigarrillos insumía escaso tiempo y tenía entonces la sensación de que fumaba menos, ya que algunos minutos eran requeridos por el armado manual. El cumplimiento del rito a veces lo distraía, y como consecuencia espaciaba un poco más los intervalos. Cuando estaba con amigos Juan L. armaba cigarrillos, muy breves, también para ellos. Todas estas eran formas intencionadas para reducir el uso del tabaco.   
Me distraje contando esta costumbre de Juan, pero lo que quería referir era lo que me contó un amigo sobre los últimos momentos de su vida.  Juan L. tenía ya 82 años y su debilidad era cada día mayor, aunque su apariencia física permanecía casi sin cambios.  Con una estatura de aproximadamente 1.70 m . nunca pesó más de 45 kg .  Con la edad, lentamente, iba perdiendo algo de su energía, aunque conservara hasta el final su total lucidez.   
Se aproximaba a la muerte sin sobresaltos, como si ese cambio de estado debiera hacerse suavemente, sin estridencias ni lamentaciones. Una tarde, me contó este amigo, la última de su vida, compartió todavía una conversación con algunos jóvenes que lo acompañaban.  Gerarda, su mujer, algo menor que él, asistió, como siempre solía hacerlo, a esta última charla. En un momento de la tarde, cuando ya comenzaba a oscurecer, le dijo: “Ya es hora de acostarte, Juan”.  Sin oponer resistencia, esta vez Juan aceptó la orden de Gerarda, saludó a los presentes y se retiró a su cuarto. Se recostó por un momento y luego, haciendo un último esfuerzo, se levantó de su cama para, con la cortesía acostumbrada, despedirse de sus amigos ausentes. “Bueno Paco”, dijo, “bueno Saer, bueno Hugo, bueno Mario…”  Luego regresó a su cama y unos minutos después su vida había terminado.  Imperceptiblemente cambió de estado; con un último gesto cordial se despidió de la vida, serenamente, como había vivido, como siempre quiso que fuera ese pasaje.
(*) Poeta, amigo entrañable de Juan L. Ortiz. Este material es parte de un texto leido en el último Argentino de Literatura realizado en  Santa Fe en Agosto pasado y reproducido con su autorización.

CANTEMOS, CANTEMOS…

Sobre el vapor de sangre,
sutil, sutilísimo,
cantemos.
 
Sobre el azoramiento pálido,
casi fúnebre,
de las orillas de los arroyos,
que se han quedado sin montes,
cantemos.
 
Sobre la muerte que han embebido,
estas colinas,
estas llanuras,
estos montes,
cantemos.
 
Sobre la tristeza humilde,
profunda,
de estos campos,
a pesar de su gracia,
cantemos.
Con todas las criaturas
y las cosas;
con las criaturas
ligeramente aún agobiadas
-¿por qué sueño de sangre?-
cantemos.
Cantemos con los animales
-ay,  los pajaros sin rama
cuando el aire es de pájaros,
Celestemente ebrio!-
Cantemos con los animales
y las cosas;
con los animales misteriosos y claros
y las cosas misteriosas y claras;
y las aguas visibles y secretas,
Que tambien esperan,
cantemos.
Cantemos la vida nueva
que espera
a estos hombres
y a estas mujeres silenciosas.
El dia armonioso, armonioso,
surgido de humedas
honduras maceradas
– de penas largas
o de humus desconocidos? –
bajo el cielo más ligero.
El dia nuevo, palpitando
como un ala en las manos…
( De El aire conmovido 1949)

AH MIS AMIGOS, HABLAIS DE RIMAS…
Ah, mis amigos, habláis de rimas
y habláis finamente de los crecimientos libres...
en la seda fantástica que os dan las hadas de los leños
con sus suplicios de tísicas
sobresaltadas
de alas...

Pero habéis pensado
que el otro cuerpo de la poesía está también allá, en el Junio
de crecida,
desnudo casi bajo las agujas del cielo?

Qué haríais vosotros, decid, sin ese cuerpo
del que el vuestro, si frágil y si herido, vive desde "la división",
despedido del "espíritu", él, que sostiene oscuramente sus juegos
con el pan que él amasa y que debe recibir a veces
en un insulto de piedra?

Habéis pensado, mis amigos,
que es una red de sangre la que os salva del vacío,
en el tejido de todos los días, bajo los metales del aire,
esas manos sin nada al fin como las ramas de Junio,
a no ser una escritura de vidrio?

Oh, yo sé que buscáis desde el principio el secreto de la tierra,
y que os arrojáis al fuego, muchas veces, para encontrar el secreto...
Y sé que a veces halláis la melodía más difícil
que duerme en aquellos que mueren de silencio,
corridos por el padre río, ahora, hacia las tiendas del viento...

Pero cuidado, mis amigos, con envolveros en la seda de la poesía
igual que en un capullo...
No olvidéis que la poesía,
si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva,
es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin,
cruzada o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin
y tendida humildemente, humildemente, para el invento del amor...

(De las raices y del cielo – 1958)
 
El procedimiento de la invocación de la belleza y el papel del sujeto narrante en la obra de Juan L. Ortiz
Por Luis Benítez*

La lectura de la obra de uno de los mayores poetas argentinos, Juan Laurentino Ortiz, permite apreciar el vasto arsenal de recursos literarios que el autor emplea para el desarrollo formal de su poética. Singularmente, se destaca el papel que tiene en la obra orticiana la invocación de la belleza y el rol que otorga al sujeto narrante. Las características y connotaciones que estos recursos tienen en el discurso orticiano, los definen como recursos que se encuentran estrechamente relacionados el uno con el otro. Así, en lo referente a la invocación de la belleza, puntualicemos que la belleza invocada por Ortiz es aquella belleza que salva, por su misma visión, a quien la ve, contrapesando lo horrible del mundo de lo cual es el poeta agudamente consciente y ello, en todo momento. Entonces se hace necesaria una invocación de la belleza contrastada con la realidad palpable y visible, señalada como la realidad superficial, cuando inscribimos a la belleza como la realidad última y, verbigracia, “real”. Esta belleza que toma en cuenta en su reino los límites con lo horrible, lo real aparente, salva por su presencia en todas y cada una de las cosas -como el ideal panteísta- de ese universo posible: el de la desesperación particular, porque ya que la belleza existe, existe para ser contemplada y admirada en cada cosa y cada cosa compone el universo.
Un universo así nombrado como bello, donde lo único dinámico es la maldad, una maldad humana, política, capaz sin embargo de moverse hacia la armonía con el resto del universo, mientras permanece estática la belleza del resto de las cosas. El hombre adivinará esa belleza nombrada, haciéndose a sí mismo poeta; el poeta sólo adelanta la condición de la gracia y la demuestra como posible en sí, él es la mejor prueba de su teoría de mundo. En Juan L. Ortiz la belleza será la que triunfará a pesar de la circunstancia, porque está nombrada en su discurso como más allá de la circunstancia y lo que es mejor, como su mismísimo sedimento. Lo horrible del mundo está apoyado en la belleza, se origina en ella por concurso del hombre que lo hace surgir con sí mismo del, podemos decir, bello caos sin nombre, que era lo único real antes de la irrupción de la maldad humana en aquel escenario edénico . El poeta, entonces, sería alguien detenido en el momento de nombrar las cosas, de hacerlas inteligibles para ese mundo humano, un traductor privilegiado con la visión y la palabra, un puente entre las opuestas dimensiones del mundo natural y del mundo humano. La visión que le permite acceder al mundo natural ya abandonado por sus congéneres y al cual ellos y él, irrenunciablemente, siguen perteneciendo. La palabra que le permite nombrar aquello que no pertenece al territorio de la palabra, por cuanto es, exactamente, el mundo material, el mundo natural, enfrentado al mundo de la imaginación, el mundo artificial, el mundo humano en la tradición occidental.
Apuntamos respecto del rol del sujeto narrante en la obra de Ortiz, que el recurso que empleará nuestro autor para esta imposible proeza (el nombrar la belleza en su condición de existencia más allá del alcance del lenguaje), para lograr su como si, será el de hacer desaparecer al individuo narrante, al visionario, al poeta-vidente de Rimbaud, sentando la seducción de leer como si el mismo mundo natural fuera el relator. El recurso empleado es similar al de la pintura china, donde la representación del hombre, tan numerosa en Occidente, tiene apenas esbozos y cuando esa aparición humana se produce, se trata de figuras diminutas en relación al paisaje representado, de una parte más y no de la parte principal, como sí sucede en Occidente cuando una figura humana aparece en una pintura. Lo que hace a Juan L. Ortiz distinto y singular es que mantiene la postura de que es posible la visión de esa belleza cósmica y al no nombrarse como visionario, sino dejar que la visión sea la que vea, ésa es su ficción, permite -en el sentido de otorgar un permiso para que otros lo utilicen- que otros, cualquiera sea su condición, sean capaces de ver esa misma belleza, tan presente en lo insignificante como en lo grandioso. Juan L. Ortiz es aquél que cede gustoso su lugar a quien quiera mirar el universo a través de su telescopio y de sus microscopios, sin aristocracia en el gesto, por la sencilla razón de que él, el convidador, no está allí, ocupando un espacio frente a los aparatos.
Juan Laurentino Ortiz es uno de los pocos poetas argentinos que fueron capaces de establecer una cosmogonía, sustentada en diversos pilares estilísticos y núcleos de sentido, pero estimo que este dúo aquí esbozado no pueden menos que ser ubicado entre los fundamentales.
  
(*) Poeta, ensayista, narrador y dramaturgo argentino, entre cuyas obras se cuenta el ensayo titulado “Juan L. Ortiz: el Contra-Rimbaud” (ed. Filofalsía, Buenos Aires, 1ra. Ed. 1985; 2da. Ed. 1986).

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