Amado GÓMEZ UGARTE - "Arte e Cultura: Poesia, Romanzo, Scrittura, Musica e Teatro"

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Amado GÓMEZ UGARTE

Biobibliografía
Nacido en Llodio (Alava), Amado Gómez Ugarte ha sido columnista de Opinión de periódicos como "EL MUNDO del País Vasco",  "TRIBUNA de Salamanca" y "El Periódico de Alava". Ha obtenido, entre otros, los siguientes premios literarios: Premio de Novela Corta Casino de Lorca, Jauja, Ciudad de San Sebastián, Julio Cortázar, Clarín, Ciudad de Coria, Ciudad de Peñíscola... Entre sus libros publicados destacan La Secana, Para siempre y El vuelo de la Mariposa, editados por Bassarai. Bidaia ahaztezina, Ni eta nire kontuak y Ni eta nire metroa, publicados por Elkar, El barco varado, publicado por la editorial Nostrum, y "El último mono" publicado por la editorial Verbigracia.

Tú estás sentado frente al mundo, ante la página en blanco, y ves pasar los sueños de uno en uno, el amor, el tiempo, la nostalgia, la esperanza. Pasan de largo los días, la vida, con sus palabras y silencios, rostros a los que poner voz y sentimientos, la música que fluye de los cuerpos, el destino persiguiendo las huellas del pasado. Ves pasar el vagón de almas condenadas a rodar sobre sus propios pasos. Y te preguntas cómo hacer para plasmar todo eso en un papel. Cómo crear o recrear ese mundo que se nos escurre entre los ojos. Hasta que descubres que no es cuestión de gramática ni ortografía, de métrica o estructura. Que no es cuestión de términos externos o adyacentes, sino del interior del alma humana. Hasta que descubres que crear es crear emoción.

Amado Gómez Ugarte

ERES SÓLO UN HOMBRE

Se desgarró el abrazo de tus labios trémulos
¿Quién puede soportar haber nacido tarde,
cuando la vida ya pasó de largo y sólo queda
el maldito recuerdo de ver llover las horas
sobre el reverdecido suelo de la memoria terca...?
Prefiero el desierto del olvido,
ojos y manos diciendo adiós a nadie,
que la melancolía de tu foto sobre la repisa
y el dolor de saber a ciencia cierta
que hay otra foto tuya en otro instante,
en otra casa, en otro corazón
distinto al mío.
Maldito sea Dios por inventar los siglos de los siglos.
...................................................................................................................
Puedo leer todos los libros, mirar todos los cuadros,
pero no puedo descifrar tus ojos negros que observan en la noche
la oscuridad de mi mirada.
No hay horizonte en las tinieblas ni señales que indiquen el camino.
Sé que tus ojos miran desde la ventana oscura de tu cuarto,
al otro lado de la calle,
y quisiera adivinar tu rostro, tu cabello, los contornos de tu cuerpo.
Pero no hay luz ni estrellas en esta noche fría.
Sólo sé que estás ahí, a lo lejos, porque percibo el aliento de la brisa
y deseo soñar que existes
como existen las sombras.
Y porque estoy muy solo en la ventana y tu mirada me hace compañía.
...................................................................................................................
Tu cabeza indica el norte,
tus pies, el sur,
tus brazos el este y el oeste.
tu corazón está en el centro, indeciso,
tu alma mira al norte,
tu sexo mira al sur,
eres sólo un hombre.
...................................................................................................................
Acabo de matar un muerto que intentaba respirar mi aire
o tal vez era yo el cadáver
Alguien debería explicar por qué si uno se mira al espejo
y no se ve
la mañana sigue brillando en los ojos del ausente
como resplandece una estrella extinguida hace un millón de años
en mitad de la noche
y por qué añoramos el pasado si sabemos que nunca existió
que todos los instantes vivos pertenecen al presente
y nadie nos va a devolver lo que nunca fue nuestro.

EL ÚNICO POETA

Soy el único ser humano que todavía cree en la poesía. Por eso estoy aquí, en
la consulta del siquiatra. La poesía no consiste en juntar palabras bellas
puestas en orden matemático, es algo sobrenatural que nos supera, nos
excede. Un don que sólo yo poseo en su integridad. Los demás poetas son
simples notarios o escribas. Pero, aunque nadie me reconozca, aunque todos
se empeñen en menospreciarme, soy el único apóstol que le queda a esta
causa. Querían que me olvidase de los versos y trabajase en la ferretería de mi
padre. Estaban empeñados en que olvidase mi don y fuese un hombre simple y
vulgar, que traicionase a la poesía, el único sentido que tiene mi vida, para
vender tornillos, tuercas y arandelas. Creían que dejar de escribir era como
dejar de fumar o de beber, no sabían que dejar de escribir es como dejar de
vivir. Querían matarme, condenarme a una vida inferior, hacer de mí un espejo
de lo que había sido su vida. Incluso mi novia me traicionó, se puso de su
parte, dijo que si me hacía cargo de la ferretería podríamos casarnos y hacer
una vida normal como todo el mundo, que lo de la poesía era un sobresueldo
para funcionarios pero no un oficio serio con el que sacar una familia adelante.
Dijo que si la quería de verdad se me olvidarían todas esas tonterías de los
versos, y que hasta que me viese con la bata gris detrás del mostrador no
dejaría que la volviese a besar. Así que cogí la recaudación del mes, que
guardaba mi padre en una pequeña caja de caudales, y me escapé de casa en
busca de otros horizontes más abiertos. Mi padre tendría otros muchos meses
para recaudar su dinero, pero mi tiempo se agotaba. Subí al autobús de línea
como quien se arroja a un precipicio, me sentía desvalido en mitad de toda
aquella gente que parecía saber adónde iba. Yo me dirigía a cualquier parte
donde pudiera ir un poeta persiguiendo sus sueños –sus delirios, dijeron ellos-,
allá donde la propia poesía me guiase. Pasé una temporada viviendo en una
pensión de la capital, hasta que se me acabó el dinero y la dueña me echó a la
calle sin ningún miramiento, no admitió que le pagase en versos. Así fue como
aprendí a vivir de la nada, de la limosna de los transeúntes, de algunas cosas
que robaba en los supermercados. Aprendí a dormir sin techo, sin calor,
acurrucado contra la pared de cualquier esquina, como un perro sin dueño. La
poesía me reconfortaba de mis penas, haciendo que mi espíritu se
sobrepusiese a la adversidad, pero mi cuerpo padecía las penurias de mi
condición. Estuve enfermo varias veces y no llegué a curar del todo de una
bronquitis que se hizo crónica en mi pecho. Los estigmas de mi vocación se
mostraban en mi rostro cada vez más demacrado. La poesía es un amor
exigente, que todo te lo pide y nada te devuelve. Pero, en el fondo de mi alma,
aunque echaba en falta las comodidades de los otros ciudadanos, me sentía
satisfecho de mi sacrificio. Hubo otros antes que yo que también padecieron en
sus carnes la poesía, Navales, Gálvez y García Barrios. Sabía que ahora yo
era el último de una saga de poetas verdaderos, y eso me producía un vértigo,
una vorágine en el alma, como sentir la soledad de un águila en la cima del
mundo o ser el guardián de la esperanza de toda una especie. Me reproduje,
estoy seguro que me reproduje, para que el mundo no acabase siendo un lugar
de sólo realidades, donde nadie ya opusiese la espada de fuego de los versos
contra el hielo eterno de los conformismos. Me lavé, vestí la ropa usada que
me dieron en el centro de ayuda social y vendí mi semen a un laboratorio.
Vendí mi semen varias veces. Fue mi regalo a esta sociedad que me
despreciaba, pero que dependía de mí para lo esencial, para mantener vivo el
dolor de la nostalgia, y liberar de los herméticos diques de lo razonable, de lo
conveniente, el caudal de los puros sentimientos. Con el dinero del semen me
compré unos cuadernos con forro duro de cartoné, para que aguantasen la
dura vida que les aguardaba, y una pluma y un tintero que un anticuario me
juró que habían sido de Espronceda. Regalaba en voz alta mis escritos en
mitad de la calle, aunque la gente se empeñaba en darme algunas monedas, y
veces había que un corro de curiosos se cernía a mi alrededor. Hasta que uno
de esos días, un tipo bien vestido y bien comido, con traje y corbata y todo el
aspecto de haber triunfado en la vida, entendiéndose el triunfo como la
vulgaridad de haber conseguido hacerse con dinero, se situó en primera fila de
los que me escuchaban. Su mirada me atravesaba como un estilete que
seccionase mi miseria para ponerla en la balanza al otro lado de su opulencia.
Se sentía digno ante mi indigencia, cuerdo ante mi locura, importante ante mi
pequeñez. Recité algunos de mis versos: “Me duele, tengo hambre, tengo frío,/
respiro con dificultad, el corazón me late a la deriva,/ y todo porque busco,
aunque no encuentre,/ y no me conformo con vivir la vida que me ofrecen./ Por
eso soy distinto.../ Y es mi voz, la voz de los que callan, la voz de los que
dudan, la voz de los que pierden.” El tipo del traje y la corbata hizo un gesto
meneando la cabeza a un lado y otro. “¿Y eso es poesía?”, dijo. “Sí señor”, le
respondí. Se rió con una larga y sonora carcajada. Que se riese de mí no era
importante, pero se rió de la poesía. Por eso le agarré del cuello con todas mis
fuerzas -las fuerzas de un loco, dijo luego el abogado- y apreté su garganta con
mis manos hasta que dejó de respirar. Por un instante, la sonrisa del Azarías
afloró en mis labios. Se necesitaron varios hombres fuertes para desasir mis
manos de su garganta. No murió, al menos del todo. Pero maté para siempre
su orgullo de hombre cuerdo. Me internaron algún tiempo en un centro
adecuado, eso dijeron, donde la luz se dejaba aprisionar entre las rejas y los
enfermeros repartían entre los internos vasitos de plástico llenos de pastillas.
Flunitrazepam, Clorazepato, Diazepam. Felices sueños. Había una enferma
que decía ser Judy Garland y pedía todo el rato Valium y alcohol. Mareos,
somnolencia, dolor de cabeza, nerviosismo, temblores, ansiedad, náusea,
diarrea, picazón, boca seca, sudor. El médico me prohibió escribir versos.
Sedantes, pastillas para dormir, tranquilizantes, antidepresivos. Pero escribía
versos a escondidas. Escribía versos sobre las paredes del retrete con mi
propia mierda. La palabra “amor” escrita con las heces adquiere un nuevo
significado. Mi antigua novia vino una vez a visitarme, acompañando a mis
padres. Se pasaron todo el rato diciendo que allí estaba la ferretería, a mi
disposición, que mi padre tenía ya edad de jubilarse, que por el amor de Dios
recobrase la sensatez, antes de que se vieran obligados a traspasar el negocio
a otra persona. Lloraban. Al salir, mi novia me dijo en voz baja que se había
casado con un aparejador y que, cuando saliese del manicomio, no la
molestase, porque ahora llevaba una buena vida y no quería saber más de mí.
Me saqué el pene de la bragueta y les meé a todos en los zapatos, dije que era
el único acto poético que se me ocurría. Benzodiazepinas, Benzodiazepinas,
Benzodiazepinas... La paciente que creía ser Judy Garland no logró morir.
Finalmente consiguieron anestesiar su voluntad y se conformó con seguir un
estricto régimen de adelgazamiento. El mundo es un lugar inhóspito para los
débiles, que son devorados por los animales más fieros. La naturaleza no
siente lástima, piedad ni misericordia. La naturaleza sobrevive siempre y acaba
emergiendo sobre las cenizas de lo que fue civilización. Las paredes eran
blancas y desnudas, pero había unos tiestos con plantas en las esquinas de las
salas y en los corredores. En la tierra de esos tiestos escondía yo las pastillas
que me daban. Las flores crecían alimentadas por la podredumbre humana. Tal
vez, por eso, en aquel centro de salud mental no pudieron acabar del todo con
mi espíritu. Ahora estoy afuera, sólo visito al siquiatra una vez al mes. No estoy
loco, soy poeta. Nadie quiere publicar mis libros. Me temen. Temen mis
verdades. Ya no vivo en la calle. La vida es dura y los años no perdonan. Vivo
en una institución donde me cuidan y me dan cama y un plato de comida. Pero
yo sé que no soy cualquier cosa, que no soy uno más entre los hombres,
porque soy el más grande poeta desconocido de un país donde la poesía
verdadera no está en los libros, está en los sueños imposibles de los poetas inéditos.

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